Hace un año nos dejó Hugo Cipriano Rangel Rodríguez, ligero de
equipaje como quería el también poeta Antonio Machado. Fue el domingo 26 de
mayo de 1996, en horas de la madrugada, cuando el lento doblar de la campana
del tiempo nos da la ingrata noticia; para recordarle tal vez tengamos para él
una oración o con una elegía, renovemos nuestro pesar a Maruja (esposa), a
Hugui-toya Prisca: «Quiero arrebujar
en el puerto escondido y recoger las gotas que se llevó el silencio». Hugo se
fue y en cada uno de sus amigos de ideales y utopías, queda un poco del poeta y
prosista de conciencia literaria en el oficio narrativo, que nos enseñó en su
forma y estilo que «desde allá donde nace la leyenda, se hizo danzando la
palabra, hecha de saber y de constancia, para buscar donde nace la lengua».
El artista nació en Maturín, el primero de abril de 1944,en el hogar de los esposos Laureano Rangel y Prisca Rodríguez. En 1962, siguiendo las huellas de su primo, el maestro y periodista Félix
Mijares Rangel, se radica en Turmero, convirtiéndose entonces en hijo adoptivo
de nuestra ciudad, a la que cantó: «Te imaginé en sueños de la infancia, / te creciste monumental en tus ancestros, /tus valles son hijos / bajados lentamente» y
en la villa de su imaginación y sueños, se hace profesional del dibujo
arquitectónico, para procurarse como Dios manda, el pan nuestro de cada día.
Junto a otros literatos funda la Asociación de Escritores del Municipio
Mari-ño, siendo corredactor de la Revista Cultural Semillas. Otras apoyaturas
de su inspiración fueron la vida real, la incertidumbre y la mujer: «Te vi
pasar por el portal/un tanto consternada; / en tu mirada escudriñé / la pena
que te embarga, /imaginé un mundo de locuras, / que ibas a derramar en gotas
de silencio».
En su personalidad polifacética, dominaba la imagen y en los trazos y
colores de su pincel, captaba con maestría y divinizaba los motivos de su
vehemente pasión. Con sus excelentes trabajos había ganado el Premio Municipal
de Pintura al Aire Libre, en las Ferias de Candelaria en La Victoria. Ya en la
frontera de la muerte, concurre a una exposición de pintores y artesanos del
municipio Mariño, sorprendiendo con su obra «Cuando el color se va». Buscando
nuevas formas de trabajo, abandona lo convencional en la técnica pictórica;
bocetea el lienzo y, en uno de sus extremos, coloca la escultura natural de
un batracio disecado, sobre la blanca superficie deja caer una gota púrpura,
magnificando el supremo momento: el paso de la vida a la muerte.
Hugo era diestro en el manejo de la ironía. De pesadas y torturantes
opiniones para mortificar, ingenioso para las travesuras, capaz de
desequilibrar al más ponderado de sus
interlocutores, con sus demoledores conceptos: «Seudo transformadores
se han encontrado pataleando en el vacío; claro, nunca pensaron que sus
desvarios pecaminosos y abstractos para con los núcleos sociales les iban a
dar la oportunidad de sentirse tan vacíos, al pensar que un colectivo los
tiene acorralados». En sus postreros momentos se dirige a su entrañable amigo
Molinete, compañero de farras, para indicarle un mandato: «Pinta, Borges, pinta
lo que has aprendido de mí».
Para trascender más allá de su tiempo, el artista de las letras y el
pincel, se marcha esa mañana por la senda de Fray Luis de León, donde transitan
los pocos sabios que por el mundo han sido.
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