lunes, 29 de diciembre de 2014


TURMERO EN EL ARTE DE EXISTIR



En cada turmereño habita la absoluta certe­za del Edén. Llevamos ese lugar dentro, intrín­seco como una informa­ción genética. Es Turmero un lugar primige­niamente habitado por la fantasía, luego con el correr de las aguas va­mos encauzando el sue­ño hacia una realidad muy parecida. Fue así y no de otra manera como se fundó Turmero en mi memoria, sembrándose por personajes de mi  invención lúdica, pero no por ello menos literaria, todo conocido poseía la mágica condición de transmutarse en piedra, hoja, árbol o cualquier elemento útil a esa in­fancia donde se daba vida a tantas y tantas historias, a la poesía, era como si el mismo río la arropara con las mismas aguas, cada vez que des­cubriera el extraño mis­terio de este lugar; me­jor dicho, en Turmero discurre un eléctrico lu­dir, con los enigmas de la verdad y el encanta­miento, todo ello dirigi­do hacia la creación del más hermoso pueblo, nunca antes imaginado.
En el Turmero de mi niñez está sumergida la luna y de continuo bri­lla por la humedad, templo a donde regreso por los fabulosos tesoros de la memoria. En sus ca­lles se extiende la pri­mavera de los amores adolescentes, en franca disparidad, con la cari­cia sutil del viento, so­bre mi cabellera hoy plateada. Vivo en el pueblo eterno de mis sueños, al cual la reali­dad se le parece tanto, en cada esquina y en los habitantes vecinos, se hace interminable el ejercicio de sentirnos familia numerosa, com­partiendo el pasado y el presente, fraguando para el futuro una qui­mera sólida, como de roca, como de hoja, como de árbol, como de ser y estar, como de ver­bo, como dé lugar esco­gido, como de eternidad en la paz no buscada, pero segura del sepul­cro. Así es Turmero a los cuatrocientos seis años de La Encomien­da y a los trescientos setenta y nueve de su elevación a Pueblo de Doctrina; ubicado geo­gráficamente en el cen­tro de mi origen, en mi principio, limitando por el Norte con la esperan­za, por el Sur con la literatura más universal, por el Este con el sol dilatado de mis deseos, por el Oeste con el amor de una tarde cantada en su plaza Mariño. Vivir  aquí o morir quizás, es  un acto íntimo y supremo, como la llama pe­rennemente encendida al pie de Nuestra Señora de Candelaria, por devoción nunca enveje­cida, nos congregamos en su honor, el segundo día de febrero, en su  hermoso templo barro­co colonial, para recor­dar en la Casa del Se­ñor que Jesús es «Luz para revelación a los gentiles y gloria de su pueblo Israel».

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